A ti te
gustaba el sonido de los grajos volando por nuestras cabezas y el meneo de mi
falda al viento. Yo adoraba el sonido de tus palabras, que tejían tus labios y
escupían ese sabor que añoraba adherir a mi lengua. Adoraba el baile de tus
pupilas cuando descubrían las mías y hacían sentirme la protagonista de tu
suspense; aquel que tecleabas en tu intimidad cuando yo ofrecía los despojos
tiernos e insaciados de mi carne, una epidermis que era como pétalos frágiles y
húmedos que se abrían extasiados ante tus caricias y deseo caníbal. Deseaba
sentir tus incisivos clavándose despacito en la curva de mi cuello. Te esperaba
con la máxima lujuria, provocando el incesante latido de tu miembro escondido
en tus pantalones y que mis manos ¡oh, esas condenadas manijas cuadradas que te
buscaban hambrientas y traviesas! Rajaban tu cremallera para frotarte.
Podría
haber roto la puerta de las inconveniencias, entregarte mi majestuosidad joven,
carnal. Escuchaba alerta tus pasos subiendo y bajando peldaños, advirtiendo que
en cualquier momento me tomarías en ti y que esta vez yo no tendría por qué
tener miedo. Éramos dos piezas contraídas y neófitas que deseaban aprenderse,
jugar, perder para volver a reanudar las batallas vencidas.
Esta
noche que se presenta hambruna, te espero en la esquina de tu quehacer laboral.
Hay un corazón sediento que apuñala el tejido del jersey. ¿Lo escuchas? Conoces
los sonidos de una mujer. Y son mis jadeos los que hacen temblar tus pies y el
bulto tentador que yace apretado en tus muslos.
Arácnida.
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