Una inmensa niebla
cubría el tren para hacerme pasar la noche más aburrida de la historia junto a
mi remilgada mujer. El traqueteo monótono y sus ronquidos nada despreciables me
impedían conciliar el sueño.
Salí al pasillo y
dirigí mis pasos hacia el baño masculino. De un compartimento cercano salían murmullos
sofocados. La puerta, entreabierta, me dejó ver lo que ocurría en su interior.
Quedé petrificado, incapaz de moverme. Era fantástico. Ni mis mejores sueños
podían comparársele.
Observé cómo cuatro
mujeres jugaban a la gallinita ciega. La gallinita ciega, con una venda de seda
negra por toda vestimenta, perseguía a las demás en el reducido espacio. Las demás
gallinitas saltaban, se escabullian y caían al suelo entre risas ahogadas. Mi
entrepierna, a punto de explotar, quería participar. El recuerdo de mi mujer,
sin embargo, me lo impedía. Alejé mis pasos de allí. En el baño eché abundante
agua sobre mi rostro y, sentado en el váter, me obligué a pensar cualquier cosa
para que mi bulto decayera. ¡Si mi mujer lo hubiera visto habría alborotado a
todos los pasajeros!
Recordé la noche de
bodas, en la que yo, ingenuo de mí, propuse que ella hiciera un strip-tease.
Jamás olvidaré la cara que puso. Estuvo insultándome toda la noche, con
apelativos tan cariñosos como depravado, pervertido, monstruo, degenerado. ¡Ni qué
decir tiene que esa noche no consumamos, ni las siguientes! Mi mujer, por
cumplir con su deber marital de la forma más sosa, se sentía con pleno derecho
sobre mí.
Una vez mi mente fría
salí del baño. Intenté hacer oídos sordos a los gemidos que salían e ir
directamente a mi asiento. En ese momento, el tren pasaba por una estación,
parando de forma brusca. Perdí el equilibrio y caí al suelo, cerca de la puerta
del compartimento de las gallinitas. No podía dejar de mirar, una vez más, a
esas mujeres pasándoselo en grande. La puerta seguía entreabierta, quizás un
poco más. Todas las mujeres estaban ocupadas. Una de ellas, tumbada en el
suelo, recibía besos y caricias en sus pechos por parte de dos de ellas. La
cuarta le lamía el conejo, haciendo desaparecer su cabeza entre las piernas. La
otra le metía su lengua hasta el paladar sujetándole el pelo, rubio platino,
que caía en cascada. En ese instante se derrumbó mi vida. ¡Manuela! Al oír su
nombre la mujer recostada se incorporó invitándome a entrar.
- Queridas, es mi aburrido esposo, enseñémosle
a disfrutar del placer terrenal – dijo guiñando un ojo a las mulatas que
devoraban sus pechos.
Me tiraron al suelo,
junto a mi desconocida esposa. La mulata del pelo rizado y largo hasta la
cintura empezó a desnudarme rompiendo los botones de la camisa y la cremallera
de los vaqueros con frenesí. Los calzoncillos los quitó a bocados y, en un
abrir y cerrar de ojos, ya la tenía encima, cabalgando y chillando como una yegua desbocada. La otra
mulata, con un pecho desbordante, puso su vagina sobre mi boca, incitándome a
comérselo. ¡Olía a sexo por todas partes!
No pude evitar mirar a
mi mujer, para que me diera su consentimiento, pero ella sólo estaba pendiente
de su propio placer. Así que comí, saboreé y me dejé llevar por el deseo más
primario que existe.
Al correrse la mulata
que me cabalgaba, dejó paso a la de pechos grandes, a quien penetré sin poder
dejar de mirar a mi mujer. No la reconocía. Se movía con rapidez, sin
vergüenza, sabiendo lo que tenía que hacer en cada momento, como si no fuera la
primera vez que hacía esas cosas. La mulata que me había cabalgado se fue hacia
ella para besarla. Ambas se fundieron en un beso apasionado en el que yo quería
participar. Manuela lo intuyó y se fue a besar a la mulata que estaba
cabalgando. Estaba a punto, mis embestidas cada vez eran más fuertes y rápidas.
Mi mujer la remplazó. Yo la embestía con desenfreno mientras las dos mulatas comían
los pechos a mi Manuela. No quería que acabara nunca. Mi polla iba a explotar.
La penetración se hizo aún más profunda, Manuela estaba chorreando. Yo sólo
quería desbordarme y mi mujer no dejó de besarme hasta que la erección bajó.
Recuperada la mente
fría no sabía cómo comportarme. Manuela se hizo cargo de la situación. Despidió
a sus compañeras con mimos alentándolas para que nos dejara a solas.
- ¡Qué calladito te lo tenías! No sabía
que pudieras aguantar tanto. Conmigo te comportas de una manera tan aburrida…
-
Manuela, yo creía que…
- ¿Qué soy tan mojigata cómo tú? Despierta.
Hoy en día las mujeres lo que no encuentran en casa lo buscan fuera, y tú eres
tan pusilánime…
-
Pero yo creía que eras tú la que era
así.
-
¿Ah, sí?
- Cuando te dije que me hicieras un
strip-tease me trataste fatal y en la cama te comportas muy diferente a cómo lo
has hecho esta noche.
- Sólo trataba de saber qué te gustaba en
el sexo poniéndote a prueba. Demasiado pronto te resignaste a nuestra vida
marital. Nunca intentaste meter alicientes para mantener viva la pasión. ¡Qué
equivocada estaba!
Nuestros labios esa
noche se desearon mientras nuestros cuerpos se fundían de nuevo en uno solo ser.
Desde entonces nuestra vida ha cambiado, somos cómplices el uno del otro y
hacemos realidad todas nuestras fantasías sexuales.
Andrómeda.