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miércoles, 25 de diciembre de 2013

Una proposición sugerente







Encontré una nota debajo de mi puerta. En ella decía: “Una noche contigo”. Consternada, entré en casa. Me quité el abrigo, lo dejé en el respaldo de la silla. Indagué por las habitaciones por si algún loco había entrado. Al ver que todo estaba en orden, miré por la ventana. El vecino de enfrente- al cual había pillado varias veces mirándome- tenía la cortina color lavanda echada. A veces coincidíamos en la calle, siempre que cruzaba frente a su portal, lo encontraba saliendo al mismo tiempo. Si iba a la panadería o al supermercado, también él estaba allí. Con la nota en las manos, me pregunté si era él quién lo había escrito. Tenia la mala costumbre de dejar la cortina descorrida antes de irme a dormir, por lo que no era extraño que muchas veces él me pillara en ropa interior, caminando por el salón. Aquello me asustaba, pero me excitaba. No era un chico desarreglado, más bien era un chico normal con camisa y vaqueros y que le gustaba fumar después de cada comida. También le espiaba a él. Alguna que otra vez lo ví en calzoncillos. Tiré la nota a la basura.

Ya entrada la noche, volví a encontrar otra nota bajo mi puerta. Esta vez decía “A las once y media te espero frente a tu ventana”. Era obvio que se trataba de él. Aquello me incitaba a pensar que era un juego tal vez peligroso, dado que no le conocía lo suficiente, pero al mismo tiempo mi yo interior suplicaba nuevas aventuras. Sin vacilar, me di un baño, puse velas en el salón, me recogí el cabello y me puse un vestido cómodo pero sugerente. A las once y media tal como había dicho, él descorrió la cortina. Estaba desnudo y me miraba con intensidad. No nos dijimos nada, ni tan siquiera un saludo. Concentrada en ese instante, me desnudé yo también, lentamente, sin dejar de mirarle. Mis manos recorrieron mi cuerpo sediento de placer. Él me miraba de arriba abajo, haciéndome suya. Me acaricié, me pellizqué los pezones, mordí mi labio inferior. Él se llevó la mano a su pene y lo frotó. Al llegar a mi sexo yo ya estaba húmeda. Introduje dos dedos en mi vagina, el contacto blando y caliente provocó una vibración desmesurada. Él se frotó con más fuerza, su pene erecto rogaba por mí.  ¿Qué pasaría después de todo aquello? No pude  evitar preguntarme. Sus labios se entreabrían, puso la mano en el cristal de su ventana, yo puse también la mía en mi ventana. Empecé a notar como un cosquilleo intenso recorría todas las partes de mi cuerpo, paralizando mis piernas. Nos corrimos al mismo tiempo. Su semen se escurría por el cristal. Nos sonreímos, temblaban mis labios. Después de aquello, vinieron más notas, todas ellas de color lavanda. Algunas rogaban repetir la experiencia, otras citaban encuentros. Le di una de cal y otra de arena. Ahora se ha convertido en un excitante juego. 

Arácnida.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Plena en el mar




Tengo un cuerpo perfecto, por eso hago topless en la playa. Primero desde el paseo marítimo, observo donde hay más gente, luego busco por si alguna fresca se me ha adelantado, y cuando encuentro el sitio perfecto me instalo. El mejor sitio es un lugar donde haya varios hombres juntos, aunque haya lagartas cerca, y busco también el segundo mejor cuerpo de la playa y me pongo cerca a hacer sombra. Los hombres, bien nadando, bien jugando a la pelotita, se acercan disimuladamente. 
Una vez establecidas las posiciones y habiendo marcado mi territorio, comienzo a desnudarme, me doy crema – aunque dicen que es mejor dársela media hora antes de llegar a la playa— con suaves y delicados movimientos en mi cuerpo, y luego haciendo como que no me fijo, observo mi impacto en el ambiente. A veces espero y tomo un poco el sol, pero otras, según la urgencia de quien me mire, mojo mi bañador, que se pega a mi piel y dejo que me observen sin mirar a nadie, para que se sientan libres de mirarme.

Un día me fui a la playa más famosa. Pensé que en agosto y con la cantidad de gente que había, me sería fácil despertar admiración, pero no fue así. Al ver que no producía suficiente asombro, me fui a una playa nudista cercana. La gente hace como que no te mira en estos sitios, pero yo sé que disfrutan más que en una playa textil. Los y las nudistas son más libres. Hay menos bañistas, pero es más fácil el contacto.

Cuando llegué me puse en un lugar un poco apartado. Después del ritual de la crema me puse, en la orilla de pie, como un faro de perfección a mirar el mar. Pasó un hombre andando y me dijo algo. Le dije: perdone caballero, pero no le he oído. Se volvió y me repitió el comentario sobre el buen día que teníamos.  Para que no se me escapara, me hice la nueva en la playa, la extranjera, la tonta, la necesitada, y por fin la salvada de un día de aburrimiento.

El hombre era la avanzadilla de un grupo de amigos que llegaron en seguida. Me rodearon, y entonces si me sentí en mi salsa, --en los dos sentidos: en mi ambiente, y noté como empezaba a ponerme contenta --. Entre bromas nos metimos en el agua, y en la claridad del mar y la oscuridad de las olas, me fui presentando y saludando uno a uno al grupo de amigos. No tuve que volver a nadar, aunque el agua me llegaba al cuello. Me contaron que ya me habían visto otros días, y me fueron pasando, de uno a otro, mientras me regalaban el oído, y mi cuerpo recibía embestidas al menos desde dos lados, mientras yo me agarraba donde podía.

Nunca ha estado tan tapada y tan contenta, no dejaba de tener convulsiones, hasta que empezaron a aparearse entre ellos. Quiero decir a ponerse por parejas, y jugar, a algo que yo no veía. Al final me quedé sola.

Volví a la orilla, y mientras los veía alejarse pensé: no he entendido el final, pero tengo que digerir lo que me han dado.

REMedioss

Otro amor




Cuando cumplí los dieciocho empecé a salir con un chico de Los Grupos, una organización tradicional que hacía las veces de guardia y custodia de jóvenes de familias bien.

Un fin de semana nos fuimos a la sierra. Encontramos un sitio donde había que dejar el coche más atrás y cruzar el rio con la tienda y con todo. Estaba más lejos, pero no había tanta gente por la noche cantando y dando la lata.

A última hora de la tarde llegó otra pareja. En principio no me gustó, pero como tampoco hacían mucho ruido, pasamos a ignorarnos mutuamente.

Nuestras relaciones sexuales, en aquel entonces, se limitaban a caricias hasta conseguir un placer limitado y culpable. Mi novio se tumbaba dentro de la tienda, sacando medio cuerpo fuera, y yo como si no estuviera haciendo nada, le daba un masaje, sin demasiados movimientos hasta que aquello se deshacía entre mis manos. Después me tumbaba yo y el con delicados masajes conseguía un placer, efímero y casi sin sentido. Aquello era la prueba de nuestro amor. Corto, cicatero y poco satisfactorio.

La primera tarde que apareció la pareja, esperamos a que se instalaran, y después comenzamos nuestras manipulaciones. Cuando estaba moviendo mi mano, lo más despacio que podía, vi al chico de la otra pareja aparecer entre los arbustos del río. En un primer momento me paré, luego lo pensé y seguí, viendo como disfrutaba viéndome. Comencé a hacer movimientos más exagerados, que comenzaron a mover más mi cuerpo. Se me estaba moviendo todo y me gustaba, estaba casi bailando frente a un hombre que se había arriesgado para verme como una mujer. Mi novio debió notar algo, porque le noté estremecerse más de lo normal, pero no dijo nada. Cuando me tocó a mí, dejé volar mi imaginación, y como mi novio vio que la otra pareja no estaba, se empleó más a fondo, quizás para devolverme el placer extra de aquella tarde. Cuando no podía más me dejé ir, imaginando que aquel extraño me sobaba todo el cuerpo con la torpeza de la primera vez.

Me levanté, solo con un vestido veraniego y me fui como todas las tardes por un caminito que había sin salida, que ya habíamos explorado mi novio y yo, y allí, en la otra parte del río me lavaba, mientras que él lo hacía aquí, por si venía alguien. Cerca del final del camino se oían cencerros de ovejas que había en un vallado. Yo allí me sentía segura, porque nunca había nadie.

Al levantarme vi al chico de la otra tienda en la puerta de la suya mirando el camino. Le sonreí. Mientras iba hacia mi zona de río pensé que eso no podía ser amor y seguro que tampoco sexo. Al llegar donde todos los días y empezar a lavarme, noté como me cogían de las caderas con suavidad, pero con firmeza unas manos. Me estuve quieta y le dejé hacer. Noté como se quitaba el bañador, y con los pies metidos en el río comenzó a meterme un sexo duro, confiado, placentero y sin prisas comenzó a transmitirme sus sentimientos, la atracción que sentía por mí. Me sentí deseada, querida, follada…


Cuando intentaba cerrar un poco las piernas en mis orgasmos incontrolados, él arreciaba con sus embestidas, hasta que no pude más y me quise retirar un poco. En ese momento se puso a moverse como loco y no paró hasta que se vació dentro de mí, y me hizo disfrutar una vez más sintiendo cómo palpitaba dentro de mí. Se salió con ternura, y me dio un beso cariñoso en el culo. No miré, me lavé como pude, pues me temblaban las piernas, y me costaba mantenerme en pie. Me dispuse a volver, y en mitad del camino de vuelta me encontré al chico de la otra tienda, que me preguntó: ¿dónde te has metido?



REMedioss

jueves, 24 de octubre de 2013

Olor a limpio



El olor a jabón que estoy empezando a oler, está alterando mi equilibrio sexual. Me vienen a la cabeza cosas…

Recuerdo que de pequeño veía bañarse en el río a las amigas de mi hermana, que sin ser lo suficientemente mayores, ya les gustaban las mismas cosas que a mí. En especial a Eva, que era la que más me hacía disfrutar, sin yo saber cómo.

Puede que sea también la imagen que tengo de cuando me lavaban las enfermeras aquellas que yo no podía tocar, pero ellas si, y querían reanimarme por la vía rápida.

El olor a limpieza que había en las duchas de las mujeres cuando las fregaba después de cerrar… Quizás tenga algo que ver aquella tarde que me quedé a limpiar, y volvió una mujer a buscar su bañador… de pronto empezó a llorar y a contarme sus penas, y acabó enseñándome lo que tenía que hacer con mi novia, para que no le pasara lo mismo que a ella.

A lo mejor no tengo motivo aparente y lo que tengo es necesidad… No sé lo que será, pero es, y me estoy poniendo…

REMedioss

martes, 15 de octubre de 2013

Marco de foto



Me gusta la fotografía. Cuando empecé, aprendí con los más expertos. De todo profesional que había en mi ciudad, he bebido algo. De los jóvenes la fuerza y la desvergüenza al hacer las cosas más atrevidas. A veces con aparatos muy sofisticados. De los que estaban en ejercicio, las modas, el gusto actual y el conocer a más profesionales. De los jubilados la paciencia y el poso de formas que parecían muy difíciles o imposibles, y que con técnica se pueden lograr hacer. Por pasadas que parezcan, pueden dar mejores resultados que con métodos actuales.

De un antiguo historiador, que en sus buenos tiempos fue un mujeriego, aprendí a utilizar los medios de los que dispongo, a sacarle partido a lo que realmente tengo, a desarrollar las partes de las que puedo estar más orgullosa. A formas que yo no les daba valor, él me enseñó a potenciar mis propios recursos, y con la seguridad que da el saber y comprobar que se hacen las cosas bien, a pesar de la edad. He hecho grandes y placenteros trabajos, que de otra manera, nunca hubiera hecho.

Este viejo profesor me introdujo en el uso de técnicas ancestrales, con ingenios ya en desuso, pero que conociendo las técnicas con las que fueron usados en su tiempo, tienen un gusto especial, te sientes mujer de otros tiempos. Te puede sentir mujer libre celta cuando usas el cuero para atarte, como un juego, a los árboles, para hacer trabajos a la vista de todo el mundo sin que te vean. Puedes utilizar el vidrio en lugar de los sofisticados plásticos actuales, más perfectos, pero menos satisfactorios. También la madera evoca nuevas (y antiguas) sensaciones. Ese olor a madera recién tallada… 
Aunque la verdad, a veces, creo que no me gusta la fotografía tanto como parece. En realidad lo que más me gusta es otra cosa.

REMedioss

jueves, 19 de septiembre de 2013

La Dormida



Ya estaban un poco grandes para salir al campo, pero para recordar otros tiempos, decidieron hacer una acampada en la sierra, en un lugar al que todavía no iba mucha gente.

Las cuatro parejas más “guais” de aquel campamento se volvían a juntar. También me avisaron a mí, y yo sugerí llamar a mi amiga, que aunque no la conocían, me llevaba bien con ella, y teníamos cosas en común, por ejemplo no tener pareja conocida. Además a mi amiga le gusta comer de todo; hacía lo que fuera, con tal de ser el centro de la reunión.

Las parejas eran las típicas: la rubia explosiva y el guapito, la morenaza y el cachas, luego había una pareja normal, y una de flipados de sabiduría oriental; delgados, desgarbados y muy espirituales.

Quedamos, nos presentamos  y empezamos nuestro primer fuego de campamento. Lo que hicimos primero fue recordar. Las chicas se quejaban de la poca estabilidad emocional de los chicos en aquellos tiempos (no hace mucho) y los chicos, en general, comentaron lo que habíamos cambiado las chicas. Mientras, miraban de una manera especial a mi amiga.

En una reunión solo de mujeres, empezamos a comentar que años atrás, más jóvenes todas, parecía que eran ellas las guardianas de la fidelidad, pero ahora pasados unos años, parece que lo que los chicos querían, con mi amiga, era explorar nuevas tierras. Las damas tenían más experiencia y no sentían ya esa obligación. Si ellos estaban dispuestos a explorar, pues exploraríamos todas.

Mi amiga se acordó de un juego que se hace para compartir: La Dormida. Nos explicó cómo funcionaba y todas dijeron que sí. Yo dije que aunque no tuviera pareja, conocía secretos de mujeres que a lo mejor ellas no conocían mucho. Todas estuvieron de acuerdo, algunas porque también les gustaba, y las otras decidieron probar. Así que les expusimos a los chicos nuestro plan, como un juego, y aquella noche jugaríamos todos y todas.

Dijimos a los hombres que tendrían que hacer dos torres como de un metro y medio de alto, separadas unos dos metros. Allí había piedras para hacerlo, y lo consiguieron. Nosotras mientras buscamos dos troncos y los llevamos allí, los colocamos de torre a torre y pusimos un colchón inflable encima. No les explicamos nada hasta el atardecer. Les dijimos que las reglas eran muy estrictas, y que si alguno se las saltaba, dejaríamos de jugar en ese momento. La Dormida iba a ser una sorpresa. Esto puso a los chicos contentos. La nueva, decían, como para ellos. Ella sería el centro de atención, y nosotras probaríamos, todo de todos. --Yo me relamía pensando en probar todo de todas.

Vendamos a los chicos los ojos con pañuelos. Si a alguno se le caía o se lo quitaba, fin del juego. Después mi amiga se subió al colchón y se tapó con una sábana. Los chicos, colocados de pie y alrededor de la cama, con suaves caricias, tendrían que despertar a la dormida. Tendrían que moverse un lugar a la derecha, siempre que se lo dijéramos desde abajo, con un azote. Se colocaron el guapito y el cachas a la altura del pecho de mi amiga, y el normal y el flipado, a la altura de las caderas.
Todo el mundo estaba desnudo, y nosotras desde abajo, estábamos viendo lo contentos que estaban los chicos. Nada que ver con lo que habíamos visto cuando nos bañábamos en el río. Para empezar, cada chica se puso lo más lejos de su chico, en la otra esquina. Yo les pedí, que aunque estaban de rodillas, dejaran sus piernas un poco abiertas, para favorecer mi labor.

La rubia, harta de tronchos gordos y cortos, cuando vio la del flipado, larga y finita, comenzó a batir su propio record de profundidad, y yo veía como desaparecía aquel espárrago en su boca. La flipada, encontró una cosa normal, no tan larga como la que conocía y se dedicó, con tesón a dejarla floja, cosa que consiguió en un momento. La normal, que no se había visto nunca en nada parecido, no sabía cuál coger. Al final se quedó mirando a la que tenía delante, y fue la primera en dejarla blandita. La morena, se entregó a la que le quedó, y disfrutó mucho. Lo sé porque mientras hacían esto, yo les sobaba el pecho, y tiraba suavemente de sus pezones, a la vez que controlaba la secreción vaginal. En un momento y en silencio, todo se acabó.

La regla era que si nosotras habíamos quedado satisfechas, seguiríamos, entonces se podría hablar y gemir, lo mismo nosotras que ellos. Nos miramos. Ellas divertidas, yo excitada, y cambiando de lugar, decidimos seguir. Los chicos entendieron que ya no había problema, y comenzaron a dar a mi amiga tanto placer, que no dejaba de correrse. Hacía un ruidito nasal, alterado por los movimientos que estaría haciendo, luego se aceleraba, y después de varios espasmos sin control, comenzaba otra vez con su ruidito.

Mis amigas ya no sé qué hicieron, porque en la primera parte me dediqué a probar una a una, a ver que decían, y todas estaban muy excitadas para perder un poco de placer, viniera de donde viniera. Así que me dediqué a la variedad. Lamía un poco de aquí, mientras tiraba de los pezones, y cuando las veía entregadas, lo dejaba para luego. Así en varias ocasiones. La flipada no me dejaba irme de su entrepierna y no pude evitar darme placer yo, y aunque tuve que parar dos veces, no me soltó hasta llenarme la cara de flujo.
La rubia y la normal, me llevaban la mano a su clítoris, mientras que la morena quería mi lengua, y mis dientes en su clítoris.

No sé las veces que me corrí. Solo recuerdo que al final, mi amiga que se había traído su arnés con látex negro, se lo puso, y me batió, hasta quedar las dos exhaustas. Después mis amigas se lo llevaron, y según me contaron al día siguiente, se fueron dando placer unas a otras, sobre unas piedras, contra los árboles, y por todos los agujeros que habían probado, y por los que no.

Quedamos para otro año, para compartir recuerdos del campamento.

REMedioss

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Encantados en el bosque



La bruja Mandarina vivía en el bosque tan tranquila hasta que se cepilló a un viajero. En el Aquelarre de la Floresta, decidieron los sabios y sabias con más antigüedad, que como castigo a su osadía, solo recuperaría sus formas perfectas cuando su pareja tuviera los ojos vendados con una tela de seda.

Mandarina se veía en el espejo fea y vieja, con la edad que tenía en realidad, casi mil años. Pero explicaba a sus parejas, caminantes que paraban a descansar en su casa, que su nieta estaba todo el día sola con ella, y lo que quería era conocer un varón fuerte, o cualquier característica que ella viera en el caminante, hasta que le convencía. Después pretextando la timidez e inocencia de la niña, obligaba al forastero, ya relamiéndose de su suerte, a tener los ojos vendados.

En el momento en que la bruja comenzaba a excitarse, se transformaba en una mujer bella, de las formas y volúmenes que el viajero soñaba; se volvía la mujer de sus sueños. Algunas veces con pechos de ama de cría y culo pequeño, otras al contrario, pechos de muñeca y caderas y nalgas de culona. En ocasiones se comportaba como una leona ávida de sexo y otras como una mujer tímida y sumisa. Normalmente lo contrario de lo que el viajero ya conocía, y este quedaba maravillado con su actuación. En la región pronto se corrió la voz – con perdón – de que en el bosque, había mujeres que satisfacían a quienes las visitaran.

A Mandarina le encantaban tantos encuentros, pues era un poco… promiscua, digamos. Un día le llamaron del aquelarre para decirle que los lugareños estaban perdiendo el miedo a la espesura y que tantas visitas – Mandarina tenía tela – perturbaban el silencio natural que necesitaban los habitantes del bosque para vivir tranquilos. Le urgieron a que tomara medidas.

Mandarina convirtió su casa en invisible a los ojos de los mortales, e hizo saber a los forasteros, que solo encontrarían su casa si en silencio y en soledad, se dieran placer a ellos mismos repitiendo el nombre de la bruja, y que ella los encontraría. El hada solo hacía visible su casa cuando el explorador tenía unas medidas especiales, si no, los dejaba pelarse hasta que perdían su fuerza y volvían otro día echando de menos los placeres que allí habían encontrado.

Los ruidos y las molestias cesaron en el bosque, pero empezaron a brotar unas flores nuevas que llamaron E s p e r m i r i n a s, y aumentó muchísimo el voyerismo en la zona.

REMedioss

martes, 13 de agosto de 2013

Sucedió en el metro


Sucedió en el metro. La misma estación, el mismo horario. Ella llevaba un vestido corto, pelo suelto, perfume cacharel en el cuello. Él lucía unos vaqueros ceñidos y camisa blanca. Al principio se miraban, como suele suceder a menudo. A ella le entraban pájaros en el estómago cuando él se sentaba a su lado. Un día, la mano de él se atrevió a acariciar el muslo desnudo de ella. Lo suficiente para abrir más las piernas, pensó ella. Cerró los ojos para no enfrentarse a las curiosas miradas de los viajeros. Pronto llegarían a su destino. “¿Te bajas conmigo en la próxima parada? Le preguntó él muy bajito. Ella asintió.

Una habitación de un hostal perteneciente a la estación. Enseguida se comieron la boca. Él la desvistió como si fuese a acabarse el mundo. Ella arqueaba la cabeza hacia atrás, sonriendo satisfecha. Había obtenido su premio. Desnudos y ansiosos probaron posturas que habrían imaginado. “No hemos terminado” dijo él tras varios orgasmos. Decidieron quedarse un día más. Minutos que palpitaban sobre la carne caliente y sensible, las horas perdidas. Ella chupó con placer el glande, dejando caer suficiente saliva sobre las comisuras. Le excitaba oír los gemidos de su amante. Él levantaba la pelvis para que su pene entrase entero en la boca de ella. Ella jugó con la lengua, deteniéndose ante todo en el frenillo. Después se le inundaba la boca con su eyaculación. Las sábanas húmedas, olor a sexo. Recordarán siempre aquella habitación. Él acaricia los senos de ella, primero con los dedos, pellizcándolos, después recorre la lengua sobre ellos. Ella gime más fuerte, araña la espalda de él.

Le pide que  le diga que es una puta, que hará lo que él desea, porque es su amo. Se gritan, se insultan, se muerden. Marcas rojas de pasión en los muslos y cachetes. La penetra, incansablemente, mirándola, deteniéndose en sus ojos, gritándole que lo haga más fuerte, hasta que hagan doler las paredes. Exhaustos y sudados se abandonan, descansan.

La despedida suma una cadena de orgasmos. Cuando salen de la habitación hay quienes les miran con desdén. Se ríen, saben el motivo. Los gritos de ella, los de él, gritos de lobos. Se despiden con una sonrisa, como si nada hubiese ocurrido. Cada uno coge un destino diferente. Ella siente como su zona íntima palpita de deseo, dolor. Le ha gustado, merecía la pena. 

Arácnida.

lunes, 8 de julio de 2013

Cuestión de números



Hay un hombre que mira con lujuria cuando vuelvo de la compra, es mayor que yo, pero creo que servirá. Llevo toda la semana pasada haciéndome la encontradiza. Ayer me contó que trabajaba en un centro comercial, en el turno de noche. Intentando calentarme, me cuenta que por las noches hay mucho ambiente de folleteo en esos sitios, donde siempre hay limpiadoras, reponedores y otros profesionales que trabajan mientras los demás dormimos. En broma le he dicho que seguro que allí se podía hacer un sesenta y ocho, pensando que conocería el chiste. No lo conocía, pero se ha mostrado interesado, al estar tan cerca del número mágico. Entre bromas, le he dicho que si quería yo se lo podía enseñar.

Hoy he quedado en ir a buscarle. Cuando he llegado ya estaba en la puerta, me ha metido dentro, para enseñarme la habitación de seguridad. Le he preguntado que si desde allí tiene el control de todas las dependencias, pero todas, recalco, y dice: bueno de casi todas. Algunas por que las cámaras están estropeadas o mal orientadas y son aprovechadas por los trabajadores y trabajadoras nocturnas. Ya sabes… ­-me dice. En este punto me hago la excitada y le recuerdo lo de nuestro número, cosa que el tenía en la memoria y en otro sitio visible. Me lleva a un pequeño almacén de limpieza donde hay  trapos y mucho papel de manos. Le pido que se siente en el suelo y que me de unos besitos, primero alrededor y luego en mi clítoris que imploraba ser lamido. No sabía yo que una lengua se podía poner tan ancha. El caso es que ver a ese señor de la calle, entre mis piernas, lamiendo tres cuartas partes de mi vagina de cada lametón, me ha hecho perder el equilibrio y he tenido que agarrarme a las balas de papel, y un minuto después morderlas como si fuera el miembro de aquel señor, para tratar de evitar mis gemidos, que en ese momento eran incontrolados. No he hecho grandes aspavientos, para que siguiera comiéndome. Así varias veces.
Luego le he dicho, mientras salía del almacén: un sesenta y ocho es esto. Tú me lo chupas y te debo una.

REMedioss

jueves, 7 de marzo de 2013

Voy a cerrar los ojos




Quería tenerte desde tu superficie hacia dentro. Comencé a andarte con mi mano. Tu piel flexible se acomodaba a mi presión.

Empecé mi camino por tu cabeza, buscando tu cuero cabelludo y masajeándolo suavemente. Acaricié tus laterales, centrando tu mirada sobre mis ojos encendidos. Dejé tu boca, para verla, sin hacerle caso aparentemente.

Mimé tu nuca, tu cuello y tus hombros. Recorrí el límite de tu pecho, solo tratando de acomodarte a mi estado. Tocar sin llegar. Tus ojos permanecían mirándome.
Visité tu vientre con forma de mujer, con su hoyito suave. De ahí me dirigí a los muslos, a la unión del cuerpo con las piernas, ese sitio de carne indefensa, donde clavé mis dedos...

Voy a cerrar los ojos y a abrir las piernas, dijiste.

REMedios

jueves, 28 de febrero de 2013

Lulú









A Lulú le gustaba usar la lengua en cualquier circunstancia. Era una universitaria muy observada por los chicos. Olía siempre a vainilla y orégano, tenía los labios grandes y malcriados. Su nariz respingona recordaba a un botón peligroso que podría olfatear los escondidos olores del sexo. Coincidíamos en varias clases, llevaba la falda muy corta, dejaba a mi vista sus piernas esbeltas y bien formadas. Su descaro acarreaba la envidia de las otras chicas que también intentaban ser el centro de atención, pero ninguna podía compararse con Lulú.


Me costaba relacionarme con los demás. El único escape que me permitía era sentarme frente al ordenador para ver porno. Lo sé, suena descabellado, siempre he sido una chica inusual. Pero el porno representaba para mí, la obra ansiada que deseaba vivir en algún momento de mi vida. Lo que imagináis es cierto, soy virgen. Jamás he salido con nadie y tampoco he pretendido hacerlo.


No soy homosexual, me siento atraída por varones con gafas de pasta gruesa, pelo engominado y con las narices metidas en páginas de libros de filosofía. Sin embargo había algo en Lulú que me descolocaba. Su olor a vainilla y orégano, sus dientes blancos y perfectos, o su mirada lasciva. Lulú tenía una preciosa melena azabache. Sentía deseos de acariciarle el pelo, emanaba un brillo inigualable. Fantaseaba todas las noches con la imagen de Lulú, quitándome las bragas con su sonrisa lobuna, y acariciando con frenesí mi sexo. Sentada a escasos metros de ella, podía olerla, y me excitaba inexplicablemente. No quiero decir que sea perfecta, ni mucho menos. Lulú tiene defectos, sus uñas mordidas y atrofiadas, las rodillas huesudas y manchadas de césped, su voz grave y grosera.


Mi primera intimidad sexual con ella fue en los servicios del lavabo. Estaba sentada en el suelo, con las piernas abiertas, dejando ver su tanga rojo. Fumaba un porro y cuando me vio entrar no se dignó a cambiar de postura. La saludé tímidamente sin obtener respuesta y lavé con agua bastante fría, mi rubor. La oí reír bajito y por el rabillo del ojo vi que se levantaba y aplastaba el porro con su zapatilla rosa. Me excité cuando Lulú palmeó mi culo y metió su mano por mi falda. No intenté pararla, pues había provocado en mí una deliciosa excitación. Permití que sus dedos buscaran mi vagina para después pasarlos por mi clítoris. Aferré mis manos en el grifo y arqueé el culo hacia ella ofreciéndome, dándole a entender que aquello me agradaba. Cerré los ojos y oí su gemido mientras me masturbaba con su mano. Mordí mis labios, provocándome un hilillo de sangre. Lulú era una experta en el sexo, lo manifestaba en el ritmo apasionado que me ofrecía. Cuando llegué al orgasmo vi a través del espejo a Lulú detrás, acercando su sexo a mi culo y frotándose con él. Contemplé sus ojos blancos de placer, y sus labios entreabiertos dejando escapar alaridos. Podrían habernos pillado in fraganti, aquello nos excitaba aún más. Tuvimos suerte. Nadie entró. Lulú clavó las uñas en mis tetas cuando llegó al orgasmo. Como postre final, metió su lengua en mi boca y nos besamos con ímpetu.


Cuando separó su boca de la mía, mi saliva escapaba de mi labio inferior, y ella lo rescató con un lengüetazo. No nos dijimos nada y cada una volvió a su clase correspondiente. Fue la primera y la última vez que experimenté sexo con ella. Cuando la veo contoneando las caderas y pasando a mi lado con una sonrisa, pienso que la muy descarada disfruta siendo inalcanzable para quienes deseamos poseerla.


Arácnida.