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viernes, 5 de octubre de 2012

Flor en el mantel


Cuando Berni comenzaba a morder el pico de una servilleta de papel, todos los chicos  se ponían nerviosos. Lo hacía a la puerta del cine, un rato antes de que comenzara la película. Se regodeaba, tenía una parsimonia que exasperaba. Yo había vuelto al pueblo de vacaciones como todos los años, y noté algo extraño en el comportamiento de mis amigos.

Era un momento de tensión, porque Berni (siempre había sido Bernarda, la del cine, pero desde que volvió de la capital…, se trajo el nombre y las servilletas) no engañaba a nadie, y a cambio de su acción, solo recibía tibias quejas de las demás chicas del pueblo.

Era la hija de Bogart –llamado así, porque aparte de ser el dueño de la sala, le encantaban las películas de ese actor, y siempre que podía le imitaba en ropa, gestos o expresiones, aunque en español, claro– y conocía el cine y su escenario como nadie.

Los chicos nos poníamos atrás, debajo de la máquina, que aunque hacía algo de ruido, era donde se podía hablar sin molestar a nadie. Las chicas del pueblo entraban y salían de la sala durante la película, era un cine familiar; como si estuviéramos en el salón de nuestra casa.

El Nodo servía para situarnos, y ver quienes habíamos ido ese domingo al cine, bromear y comentar los trajes que llevaban las chicas, que de tanto entrar y salir, creo que se enteraban de la película menos que nosotros, y nos servían para hacer un cambio en la conversación, y pasar de una a otra.

Poco después de que empezara la película, Berni aparecía y le decía al que estuviera en el asiento del pasillo: –dile a fulanito que venga al confesionario dentro de cinco minutos, que tengo que hablar con él.

Obedientes pasábamos la voz y el fulanito elegido, pasado un momento, salía al pasillo y se sentaba en la última butaca del fondo. Empezaba a hablar en voz baja, cerca de la pared, y después de un rato de estar inmóvil, el fulanito volvía y se sentaba en su sitio, y decía que  quería hablar con otro, y así casi todos.

Nadie decía nada de lo que hablaban en el confesionario, había un pacto de silencio. Tanto compañerismo despertó mi curiosidad. Una vez que me crucé con Berni en el pueblo, le dije que quería hablar con ella, como los demás y me dijo que me llamaría al domingo siguiente.

Así fue, me llamó el tercero, y cuando Berni apareció, empezó a preguntarme cosas privadas, cosas que ni siquiera sabían mis amigos, pero me dijo que aquello era como una confesión, que yo no debía de decir nada, y que ella tampoco lo haría. Me siguió preguntando cosas que hicieron que me pusiera muy excitado, y cuando estaba decidido a contarle lo que me preguntara, desapareció.

Me había dicho que no me moviera y que no mirara hacia abajo. Me dejó sentado esperando como a todos. En menos de un minuto noté que de la pared salía una mano con una de sus servilletas.

Comenzó una hábil manipulación, y pude comprobar, al romper yo mismo el papel con mi cuerpo, para qué servían las famosas servilletas. Aquello parecía una flor sobre un mantel. No conocía suficientemente sus manos, aunque no me parecieron las suyas. Pero me mantuve todo lo quieto que pude, y cuando no pude, también, por no traicionar su confianza.

Cuando me recuperé de aquel trance y logré recomponerme, me dijo desde detrás de la pared, que llamara a menganito. Fui y di el recado. Me excusé, y decidí volver a casa. Al salir vi a Berni en la puerta del cine hablando con algunas chicas del pueblo.
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