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martes, 9 de noviembre de 2010

La oscuridad, mi cómplice

Levanto la vista. Está frente a mí. Lleva puesta la camiseta color azul, muy ajustada, que tanto me excita y unos vaqueros que no deja lugar a la imaginación. No puedo apartar la mirada de ese culo tan prieto y redondo que tiene. Se acerca y, como siempre, agacho la cabeza cuando pasa por mi lado. Otra vez sin saludarme. Ni siquiera sabe que existo y, menos aún, que me derrito cuando está cerca de mí.
Por una vez voy a ser distinta: lasciva, sensual, provocativa, lujuriosa, libidinosa,… Llevo tiempo pensando en un plan que me permita acercarme a él, saborear sus besos, sus caricias, sentirlo dentro de mí, experimentar su agitación cada vez más hasta llegar al orgasmo,… Y por fin hoy es el gran día.
Es de noche. Las luces de la ciudad se apagarán en protesta por la subida de la luz. Ése es el as que guardo bajo la manga. Al salir del trabajo lo persigo para adivinar donde vive. Casi me descubre, pero al no fijarse nunca en mí no me ha reconocido. ¡Bien! La primera parte del plan ha sido satisfactoria. Salgo del edificio y me dirijo al Burger King de la esquina. ¡Qué comida más asquerosa! En los servicios saco de mi bolsa todo lo necesario para esa noche. Lo primero en quitarme es la falda gris, larga hasta los tobillos, y la camisa blanca. Observo mi ropa interior, ¡qué fea es! Tanto las braguitas como el sujetador son de color beige sin ningún tipo de adorno. Me las quito, las guardo en una bolsa y me coloco un corsé rojo y negro con encajes y un tanga a juego. De pie comienzo a ponerme las medias, pierdo el equilibrio y caigo al suelo. Al levantarme, me siento en el váter y me las coloco con mucho cuidado. Por último me pongo el liguero. Para completar el cambio de imagen y dejar de ser una monja por una vez en mi vida, me suelto el cabello recogido por una pinza, dejándolo caer. Lo peino con delicadeza para no estropear los tirabuzones rubios que caen sobre los hombros semidesnudos. Me pongo una gabardina negra.  Saco de la bolsa unos tacones negros altísimos. Escondo la bolsa con la ropa y las gafas dentro de la cisterna. Me dirijo hasta el tocador y me pinto los labios rojos, aumentándolos de grosor. Coloco lentillas en mis ojos azules claro, los pinto de color negro y, con ayuda de un rizador, rizo las pestañas, haciéndolas interminables con una máscara negra. Guardo el maquillaje en el bolso negro. Espero hasta la hora del apagón. Diez minutos antes de que éste se produzca salgo y me dirijo hacia su piso. En el momento del apagón estoy en su puerta. Espero.
Se apagan las luces. Llamo a la puerta con los nudillos. Abre en seguida. Lleva una linterna en la mano. Se la quito y la apago. La habitación no queda a oscuras. Por el gran ventanal asoma la luna llena derramando su luz en el interior de la estancia. No me deja pasar porque no me reconoce. Llevo el índice a mis labios para pedir silencio. Abro mi gabardina mostrando el apretado corsé color negro y rojo que estiliza mi pecho y acentúa mi cintura de avispa. El tanga es tan pequeño que apenas se percibe. Sus ojos no caben de gozo ante el espectáculo que se le muestra: una rubia explosiva y buenísima pidiendo guerra. No aparta la mirada de los enormes pechos que sobresalen. Después recorre el cuerpo poco a poco deteniéndose en cada curva, tan peligrosa como perfecta.  ¡Se le hace la boca agua!
No le doy tiempo a reaccionar. Consciente del poco tiempo que tengo para cumplir mi deseo, cierro la puerta con el tacón y, abalanzándome sobre él, empiezo a desnudarlo con avidez. Se resiste. Pero es tanto mi deseo que no paro de besarlo, de abrazarlo contra mí con fuerza, de tocar su miembro hasta que la lujuria puede más que él y acaba cediendo a mis peticiones. Su cuerpo musculoso denota el entrenamiento diario al que lo somete. Me lleva a trompicones hacia la cama, chocando varias veces contra la pared. Por el camino empieza a desvestirme. Me quita el corsé para tocar mis enormes pechos. Me apoya en la pared y me come los pezones y todo el pecho. Me besa el ombligo arrancándome el tanga.
-          Túmbate en el suelo, zorra. Lo hago sin rechistar.
Me toca los labios mojados con la punta de sus dedos, introduciendo el índice dentro de mí. Lo saca y lo chupa con gusto. Al llegar a la cama tengo por únicas prendas el liguero y los tacones. No aguanto más. Me monto encima de él a horcajadas. Siento cómo su erecto miembro me penetra con fuerza y lujuria. ¡Parecemos dos salvajes a quiénes hay que domar! Busco su boca y, al encontrarla, nos besamos, nos mordemos y nos lastimamos sin ningún reparo. Su respiración se vuelve agitada. Dejo de besarlo para centrarme en mi propio placer. Mi imaginación se queda corta en comparación con lo que estoy sintiendo. Cada vez más. Ahogamos nuestros gemidos con un largo y tierno beso. No le doy tiempo a respirar al pedirle que me coma el coño. Al acariciarlo dice que le fascina que esté depilado. Me abre las piernas y empieza a tocarme con avidez. Es un experto. Noto como me lame, me come,  por todas partes, centrándose en el clítoris. En poco tiempo me he corrido de nuevo. Ahora le toca a él. Su pene está flácido. Al darle unos cuantos lametones y succionarlo un par de veces se pone de nuevo duro como una piedra. Juego con la lengua en su cabeza durante unos instantes. Me coge del pelo obligándome a comérsela entera. No le hago esperar. Me encanta el olor a sexo que desprende. No puedo evitar volver a excitarme. Ésta vez es él el que no aguanta más. Me pone a cuatro penetrándome sin delicadeza, subiendo de ritmo con cada embestida. Lo siento más que nunca. Su mano derecha busca mi clítoris. Lo frota sin compasión. Nuestro grado de excitación es peligroso. Los cuerpos bailan solos, sin dejar de moverse ni un sólo instante. El sudor nos empapa. Las guarrerías que me dice al oído cada vez me excitan más. Un agudo chillido unificado anuncia la culminación de nuestro placer. ¡Ahhhhh! ¡Uhhhh!
Espero a que se quede dormido para escapar de allí.
Al día siguiente en la oficina todo sigue igual, excepto la gran sonrisa que le delata y mi cuerpo dolorido. ¡Nunca olvidaré aquel polvo! Y creo que él tampoco.
Andrómeda

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